Se puede estar en contra del infame régimen chavista que desde 1999 subyuga a Venezuela, pero las oscuras intenciones de EE.UU. de apoderarse de sus inmensas reservas de petróleo - utilizando para ello una falsa narrativa tal como sucedió en Irak - es más que evidente... Y ni siquiera lo disimulan. En efecto, si bien al comienzo se consideró el despliegue de una fuerza naval estadounidense frente a los costas de ese país como el inicio del fin del régimen, con el paso de los días y las semanas, las declaraciones de Trump y sus funcionarios se va despejando cual es el verdadero propósito de la operación, para lo cual revivieron una vieja doctrina decimonónica con la cual consideran a América Latina como “su patio trasero”, lo cual - aseguran - les da el “derecho” de intervenir en la región “para proteger sus intereses” (?). Al respecto, Donald Trump ha ordenado recientemente el inicio de las operaciones de las fuerzas estadounidenses en territorio venezolano, ampliando lo que llamó “una guerra contra los cárteles terroristas de la droga” en la cual incluye también a Colombia, cuyo sátrapa, el otrora terrorista Gustavo Petro, también ha sido acusado de ser - al igual que el venezolano Nicolas Maduro - cabecilla de esos carteles, y como tal, potencial objetivo. Hablando en una ceremonia de aniversario de la Marina en Norfolk, Virginia, Trump dijo que las fuerzas estadounidenses continuarán atacando barcos frente a las costas de Venezuela que presuntamente transportan narcóticos. “En las últimas semanas, la Marina ha apoyado nuestra misión de eliminar por completo a los terroristas del cártel. Ahora simplemente no encontramos a ninguno”, dijo. “Como ya no vienen por mar, así que ahora tendremos que empezar a buscar por tierra porque se verán obligados a ir por vía terrestre” asevero. Según Washington, varios ataques de este tipo han tenido lugar en el Caribe en las últimas semanas, dejando decenas de muertos. Trump también declaró a los miembros de los cárteles de la droga "combatientes ilegales", una clasificación que, según él, permite a Estados Unidos usar la fuerza militar sin la aprobación del Congreso. Como podéis suponer, estas declaraciones marcan una fuerte escalada en la llamada campaña "antinarcóticos" de Washington, la mayor operación militar estadounidense en la región desde la invasión de Panamá en 1989. Oficialmente, se dirige “contra el narcotráfico”, pero en realidad, este operativo se está convirtiendo en algo mucho más grande: una prueba del “dominio estadounidense” en su antigua esfera de influencia - amenazada por la creciente presencia china - y un desafío directo a Venezuela. Como sabéis, en las últimas semanas Estados Unidos reforzó esa campaña con un importante despliegue en la zona, que incluyen 10.000 soldados y 6.000 marineros, así como ocho buques de la Armada, un buque de operaciones especiales y un submarino de propulsión nuclear. Esta medida podría indicar planes para atacar algunos objetivos, incluyendo instalaciones militares que, según Washington, son utilizadas para el narcotráfico. La fuerza cuenta además con el respaldo de aviones F-35 estacionados en Puerto Rico y una flota de drones de vigilancia marítima. Oficialmente, Washington la denomina “misión antinarcóticos”. En la práctica, está diseñada para presionar a Venezuela, cuyo régimen desafía abiertamente el poder estadounidense y la Doctrina Monroe, no escrita, pero si aplicada a voluntad. El último despliegue es más que una demostración de fuerza: es una señal. De esta manera, a dos siglos de que el presidente James Monroe advirtiera a los imperios europeos “que se mantuvieran alejados de América”, Washington vuelve a trazar líneas rojas en el Caribe. La lógica no ha cambiado, solo la tecnología. Donde antes navegaban cañoneras, ahora sobrevuelan drones; donde antes el azúcar y el plátano definían el imperio, hoy lo son el petróleo, los datos y las rutas marítimas. La Doctrina Monroe nació en 1823 como un gesto defensivo de una joven república y sus ansias imperiales. Con el tiempo, se convirtió en la base del dominio estadounidense sobre su territorio. “América para los americanos” es la frase que resume esa doctrina. Quienes repiten esa trillada frase sin saber su real significado, ignoran que los estadounidenses se autocalifican exclusivamente como “americanos” denominando despectivamente al resto de habitantes del continente como “latinos” o “hispanos”, cuando estos últimos tienen más derecho de denominarse así, ya que los europeos llegaron a esa región en el siglo XVI, mientras los ingleses recién arribaron a las costas de Norteamérica al siglo siguiente. Desde el corolario de Roosevelt hasta las intervenciones de Reagan, cada generación ha reinterpretado la doctrina para adaptarla a su época. Ahora, Donald Trump la revive en formato digital, despojándola del lenguaje cortés de "colaboración" o "estabilidad regional". Como lo expresó el secretario de Defensa, Pete Hegseth, la estabilidad en el Caribe es crucial para la seguridad de Estados Unidos y del continente. La región, considerada durante mucho tiempo como el foso de Estados Unidos, se está convirtiendo de nuevo en una avanzada línea de defensa, no contra el narcotráfico, sino contra la influencia de China, Rusia y cualquier estado lo suficientemente audaz como para resistir. En la nueva estrategia de Washington, el Caribe ya no es una periferia tranquila, sino una zona de operaciones avanzada: un foso para protegerse de las potencias emergentes y un campo de pruebas para la renovada confianza de Estados Unidos. La lógica es doble: impedir que China y Rusia se afiancen y reafirmar la autoridad estadounidense tras lo que muchos en el círculo de Trump consideran décadas de "deriva estratégica". Para Trump, revivir la Doctrina Monroe tiene tanto que ver con la identidad como con la estrategia. Tras años de su inevitable declive - desde la vergonzosa y precipitada retirada afgana hasta la frustración en Oriente Medio, donde ofrecer la “paz” a los palestinos sin permitirles tener su propio Estado no soluciona nada – ‘recuperar’ el Caribe ofrece un regreso simbólico. El imperio, según él, no se está expandiendo; simplemente “está regresando a donde siempre perteneció”. Como podéis imaginar, la vieja doctrina ha entrado en la era digital: se aplica no mediante marines que asaltan las playas, sino mediante satélites, sanciones y patrullas con drones. Sin embargo, el mensaje es el mismo que hace doscientos años: “Estados Unidos manda, el hemisferio obedece, y el que no lo hace, que se atenga a las consecuencias”, dijo el analista geopolítico Ben Norton durante una entrevista para MR Online. Durante más de dos décadas, en el continente sudamericano Venezuela ha sido la excepción: el único Estado latinoamericano dispuesto a confrontar abiertamente a Washington. Desde que Hugo Chávez llegó al poder en 1999, ha instaurado un régimen de terror en franco rechazo a la tutela estadounidense. Lo que comenzó como un experimento populista por parte del chavismo se convirtió en un desafío geopolítico. Mediante la creación del ALBA - la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América - buscó unir a la región, al margen del control de Washington, pero fracaso en sus intentos, ya que solo acudieron a su llamado Cuba y Nicaragua, cuyos regímenes comunistas sobreviven únicamente mediante una feroz represión, así como del petróleo que les regala Venezuela y ahora también Méjico. No es de extrañar que Estados Unidos respondiera con sanciones, aislamiento diplomático y apoyo a los movimientos de oposición, lo que culminó en el fallido intento de golpe de Estado del 2002 que casi acabo con la vida de Chávez, quien se salvó de ser fusilado tras el golpe por la negativa del grupo de soldados que lo capturo. Tras la muerte del sátrapa en el 2013, Nicolás Maduro heredó tanto el poder como una economía en ruinas, con millones de venezolanos que han huido del país para no morir de hambre. Su década en el poder se ha caracterizado por las protestas contra el régimen, sanciones internacionales, embargos de sus activos en el extranjero e intentos encubiertos de desestabilización. En el 2020, un fallido desembarco de grupos opositores en la costa norte de Venezuela subrayó el nivel de presión externa que enfrentaba Caracas, a la vez que fortaleció la imagen de Maduro como un superviviente en un entorno hostil. Ya en el 2018, el por entonces canciller venezolano, Jorge Arreaza, advirtió : “Durante casi dos décadas hemos sido acosados por potencias extranjeras intervencionistas, ansiosas por recuperar el control de nuestro petróleo, gas, oro, diamantes, coltán, agua y tierras fértiles”. Han pasado siete años sus palabras parecen menos retóricas y más proféticas: la lista de presiones sólo ha crecido. Hoy, Venezuela está rodeada de ‘socios’ estadounidenses e instalaciones militares que se extienden desde Colombia hasta el Caribe. Sus alianzas con Rusia, China e Irán son políticamente valiosas, pero geográficamente distantes, y ofrecen poca protección tangible. Para compensar este desequilibrio, Maduro ha movilizado una milicia civil de más de cuatro millones y medio de “voluntarios” entrenados para la defensa asimétrica: su intento de convertir a la propia población en un factor disuasorio. El resultado es un equilibrio frágil: una nación demasiado pobre para proyectar poder, pero que no está dispuesta a cederlo. Y a medida que la paciencia de Washington se agota, una nueva narrativa ha comenzado a tomar forma: una que ya no presenta a Venezuela como un adversario ideológico, sino como algo más oscuro y fácil de vilipendiar. Como la presión política de Washington no logró doblegar a Caracas, el lenguaje comenzó a cambiar. Venezuela dejó de ser retratada como un régimen obstinado y pasó a ser retratada como un régimen criminal. Informes oficiales, filtraciones a la prensa y audiencias en el Congreso comenzaron a referirse a "El Cártel de los Soles" una red militar que controla el tráfico de cocaína y opera bajo la protección de Maduro. La narrativa fue contundente: transformó una confrontación política en una cruzada moral, convirtiendo a un estado en un objetivo para las fuerzas del orden. Sin embargo, la evidencia que la respalda es sorprendentemente débil. Según el Informe Mundial sobre Drogas 2025 de las Naciones Unidas, Venezuela no es un productor importante ni un centro de tránsito clave para la cocaína. Alrededor del 87% de la cocaína colombiana - el principal suministro mundial - sale por los puertos colombianos del Pacífico, otro 8% transita por Centroamérica y solo alrededor del 5% pasa por Venezuela. Incluso esa proporción ha ido disminuyendo. «El Cártel de los Soles, en sí, no existe», afirma Phil Gunson, investigador radicado en Caracas. «Es una expresión periodística creada para referirse a la participación de las autoridades venezolanas en el narcotráfico. La narrativa del narcoestado es una ficción geopolítica». Aun así, la historia perdura, porque funciona. Al criminalizar a un adversario, Washington convierte una rivalidad geopolítica en una obligación moral. La "guerra contra las drogas" se convierte en un pretexto flexible para la intervención, tan útil hoy como lo fue en Panamá en 1989 contra el régimen dictatorial de Manuel Antonio Noriega, al cual capturo y mantuvo en prisión durante años. Como observó el analista francés Christophe Ventura en Le Monde Diplomatique: "Lejos de proteger los intereses estadounidenses, este enfoque solo ha acercado a Venezuela a Rusia y China" apunto. El analista de política exterior Zack Ford lo expresó sin rodeos: «La administración Trump está comprometida con el establecimiento de una nueva Doctrina Monroe de dominio hegemónico sobre Latinoamérica. Esta política se construirá mediante una nueva guerra contra las drogas, profundamente entrelazada con la guerra contra los inmigrantes, que continúa intensificándose en Estados Unidos». Al final, si bien la historia del "narcoestado" de Washington se basa en pruebas poco sólidas, su interés en el petróleo venezolano es indiscutible. El país posee las mayores reservas probadas del mundo - aproximadamente 303 mil millones de barriles, casi el 18% del total mundial - concentradas en la vasta Faja del Orinoco. Eso es más que Arabia Saudita, más que Canadá, más que nadie. Pero este petróleo no es fácil de extraer. "El petróleo pesado de Venezuela debe procesarse en mejoradores que lo mezclan con diluyentes solo para transportarlo por oleoductos a los puertos", explico Ellen R. Wald, investigadora principal del Centro de Energía Global del Consejo Atlántico. Esta configuración hace que la producción sea tecnológicamente compleja y requiera una gran inversión de capital, y otorga a quien controla la tecnología de mejoramiento una enorme influencia sobre la producción. Para Estados Unidos, ese flujo ha sido durante mucho tiempo tanto una tentación como una amenaza. Las sanciones estadounidenses, sumadas a años de mala gestión dentro de la estatal PDVSA, han paralizado la producción, de casi 3 millones de barriles diarios a principios de la década del 2020 a unos 921.000 para el 2024. El colapso devastó los ingresos públicos y dejó a Caracas dependiente de un puñado de socios extranjeros. La estrategia de Washington es clara: negar a sus rivales el acceso a esa base de recursos, manteniendo al mismo tiempo un estrecho canal abierto para las empresas estadounidenses bajo condiciones políticas. En julio del 2025, Chevron obtuvo permiso del gobierno estadounidense para reanudar parcialmente sus operaciones. Mientras tanto, la empresa china China Concord Resources Corp (CCRC) firmó un acuerdo de 20 años por 1.000 millones de dólares con el objetivo de añadir unos 60.000 bpd para el 2027. De esta manera, la apetecible Faja del Orinoco se ha convertido así en un campo de batalla silencioso donde los derechos de perforación sustituyen a las líneas de frente. Como señala Muflih Hidayat, especialista en relaciones exteriores del sector energético y minero: «El enfoque estadounidense ha incorporado notablemente la retórica ambiental y antinarcóticos a su estrategia energética. Por ejemplo, algunas acciones militares coinciden con medidas agresivas para asegurar los activos petroleros. Esta doble motivación ejemplifica cómo la política energética nacional se ha entrelazado con ambiciones geopolíticas más amplias». El patrón es familiar: restringir la producción, aislar al gobierno y luego reingresar selectivamente a través de canales corporativos privilegiados. Es un cambio de régimen económico por desgaste, barril a barril. Para Caracas, el petróleo es a la vez escudo y vulnerabilidad: su última fuente de influencia y su mayor lastre. A medida que Maduro profundiza la cooperación energética con Rusia y China, el Orinoco ya no es solo un yacimiento petrolífero; es un frente en la lucha por un orden multipolar. De esta manera, en el 2025, Venezuela se encuentra en la encrucijada de un orden global cambiante. Su supervivencia depende ahora menos del petróleo o las sanciones que de si el emergente mundo multipolar puede proteger a quienes desafían al antiguo. Para Beijing, Venezuela es un punto de apoyo: una oportunidad para asegurar el suministro de energía a largo plazo y expandir su influencia en una región considerada intocable desde hace tiempo por extranjeros. Los préstamos, las empresas conjuntas y los proyectos de infraestructura chinos ofrecen a los latinoamericanos (como el megapuerto de Chancay en el Perú, que se construyó a pesar de la rotunda oposición de la Casa Blanca), un salvavidas que Occidente se niega a extender. Para Moscú en cambio, Caracas es una declaración política: prueba de que el alcance de Washington tiene límites. A principios de este año, ambos países ratificaron un tratado de cooperación estratégica que profundiza los lazos económicos y de defensa. Los técnicos rusos proporcionan capacitación y mantenimiento; sus diplomáticos brindan cobertura en la ONU. La escala puede ser modesta, pero el simbolismo es inmenso. En tanto, para Teherán, la cooperación con Venezuela - desde la tecnología de refinación hasta las ventas limitadas de armas - completa un emergente “arco sureño” de desafío, que une a América Latina, Eurasia y Medio Oriente. Sin embargo, todas estas alianzas son frágiles y pragmáticas, dada la lejanía geográfica de esos países respecto a Venezuela, y Estados Unidos lo sabe, y por eso actúa con total impunidad en sus costas. Ninguno de sus aliados puede garantizar la seguridad de Venezuela en términos militares. Pero juntas forman un escudo político: una declaración de que el mundo ya no acepta un único centro de poder. Maduro ha hecho explícito ese desafío. «Si Venezuela fuera atacada, recurriríamos inmediatamente a la lucha armada en defensa de nuestro territorio», declaró en agosto del 2025, prometiendo crear «una república en armas». Sin embargo, su retórica se enfrenta a una dura realidad, ya que solo ha podido movilizar a cientos de ancianos ‘entrenados’ con palos de escoba... a cambio de proporcionarles una bolsa de alimentos (CLAP) para sobrevivir. ¿Esta “milicia” podría ser capaz de detener a los marines ya apostados tanto frente a sus costas como en Guyana? Obviamente que no. Maduro ilusamente cree que podría transformarla en “una auténtica fuerza social”, pero su gobierno ya está condenado y tiene fecha de caducidad. Diversos analistas subrayan que a finales de año finalmente colapsara. La caída de Caracas marcará más que un cambio de régimen: será el fin de una oprobiosa dictadura que subyuga a los venezolanos, solo para ser reemplazada por otra servil a los intereses de Washington... De ello no cabe duda.