Alguna vez la relación entre Venezuela y los EE.UU. trajo beneficios mutuos. Pero ahora el gobierno del presidente estadounidense Donald Trump ha cambiado las reglas del juego y bajo el argumento de luchar “contra los carteles de la droga”, ha dejado en claro que ambiciona el petróleo venezolano e intentar quedarse con él. Lo dijo abiertamente hace poco, afirmando “que le fue robado a los EE.UU.” cuando ello no es cierto. Venga ya, aquí no se trata de defender al régimen criminal de Nicolás Maduro - que ha convertido a Venezuela en el más miserable de la región y una potencial amenaza para sus vecinos y por lo cual debe ser liquidado - pero esta situación no debe ser aprovechada por quienes pretenden hacerse del control de sus recursos, como el inquilino de la Casa Blanca repite sin cesar y se cree con derecho a ello. Mejor repasemos la historia y podremos descubrir que la relación entre ambos países era muy cercana y tenían objetivos comunes, a diferencia de ahora ¿Vale?: Era 1958 y el vicepresidente Richard Nixon temió por su vida. Una turba, indignada porque Estados Unidos había concedido asilo a un brutal dictador venezolano recién depuesto - Marcos Pérez Jiménez - había emboscado a su comitiva en la capital, Caracas, al grito de “¡Muerte a Nixon!”. La gente atacó los vehículos atrapados en el tráfico con puños, piedras, tuberías y tantos escupitajos que el conductor de Nixon encendió los limpiaparabrisas. “Por un instante, me di cuenta de que nos podían matar”, escribió Nixon más tarde. Tras varios minutos aterradores, los coches consiguieron alejarse a toda velocidad y el vicepresidente continuó con su visita. Pero en Washington, la Casa Blanca no corría riesgos: un portaaviones se dirigió a Venezuela en caso de que Nixon necesitara ser rescatado. Ello no fue necesario. Nixon abandonó Venezuela al día siguiente sin incidentes. (Horrorizados por la revuelta, los funcionarios venezolanos suplicaron a Nixon que no acortara su viaje y desplegaron soldados para asegurar su ruta de salida). Y aunque la crisis de mayo de 1958 en Caracas empañó la gira de buena voluntad de Nixon por Latinoamérica, tuvo un efecto extrañamente positivo en las relaciones de Estados Unidos con Venezuela. Venezuela iniciaba una transición hacia la democracia. Culpando de la emboscada a agitadores comunistas y a la debilidad del incipiente gobierno, Nixon calificó el episodio como “un tratamiento de choque muy necesario que nos sacudió de una peligrosa complacencia” y enfocó la atención de Washington en el país. Así comenzó una alianza entre Estados Unidos y Venezuela que duraría cuatro décadas, hasta que un dramático cambio político en Caracas la interrumpió hace unos 25 años. Ahora, con el presidente Trump concentrando fuerzas militares en la región y amenazando con atacar Venezuela si el sátrapa chavista no abandona el poder, los otrora amigos podrían estar al borde de una guerra total, lo que cerraría el círculo de su relación. “Hubo un tremendo alineamiento” entre Estados Unidos y Venezuela durante el siglo XX, dijo Brian Fonseca, profesor adjunto de la Universidad Internacional de Florida y experto en Venezuela. Esa relación, dijo Fonseca, tenía sus raíces en la competencia de Estados Unidos con Rusia durante la Guerra Fría y en las vastas reservas de petróleo de Venezuela. A medida que el nuevo gobierno de Venezuela se afianzaba, se convirtió rápidamente en el socio ideal de Estados Unidos: estable, democrático e inundado de petróleo. También era firmemente anticomunista, lo que resultó especialmente atractivo en los años posteriores al triunfo de la revolución de Fidel Castro en Cuba en 1959. En 1963, el presidente John F. Kennedy, recién salido del enfrentamiento con La Habana en la crisis de los misiles en Cuba, ofrecería una cena de Estado al presidente de Venezuela, Rómulo Betancourt, a quien calificó como “el mejor amigo de Estados Unidos” en Sudamérica. Washington no tardó en vender armas a Caracas mientras las empresas energéticas estadounidenses extraían petróleo venezolano. A veces, ambas cosas iban unidas: cuando el presidente Nixon consideró la venta de aviones F-4 Phantom II al país en 1971; un asesor de la Casa Blanca le advirtió que la decisión podría afectar la legislación en el Congreso de Venezuela, lo cual “podría afectar negativamente a los intereses petroleros de Estados Unidos”. Nixon acabó vendiendo a Venezuela un avión aún más avanzado, pero los intereses petroleros estadounidenses sufrieron a pesar de todo cuando Caracas nacionalizó su industria petrolera unos años más tarde. Sin embargo, la reacción estadounidense fue moderada. Venezuela fue uno de los muchos países en desarrollo que nacionalizaron sus recursos en aquella época, y Caracas pagó a las compañías petroleras estadounidenses más de mil millones de dólares en compensación (No los robo como lo ahora proclama Trump para justificar su inminente invasión y quedarse con el petróleo venezolano, como el mismo lo dijo abiertamente). Además, a Estados Unidos le interesaba mantener buenas relaciones con un miembro clave del cártel petrolero de la OPEP como Venezuela. Y todavía había que preocuparse por los rusos. El presidente Ronald Reagan elogió públicamente a Caracas como una “inspiración para el hemisferio” democrático en un momento en el que luchaba contra los movimientos comunistas de la región, una causa que el gobierno de Venezuela apoyaba, especialmente en El Salvador. Reagan recompensó el respaldo con la venta en 1981 de 24 aviones de combate F-16 a Venezuela, por el equivalente a unos 1750 millones de dólares del 2025. Fue la venta de armas estadounidense más importante a la región en más de una década. La retórica estadounidense sobre la democracia modelo de Venezuela a menudo pasaba por alto los numerosos defectos políticos y económicos del país, señaló Fonseca, en nombre de intereses estratégicos. “A los estadounidenses les preocupaban mucho menos cuestiones como la corrupción y los derechos humanos, y mucho más la afinidad política”. El interés de Estados Unidos se desvió de América Latina tras el derrocamiento de la dictadura comunista y el colapso de la Unión Soviética en 1991. Entretanto, Venezuela siguió siendo un proveedor crucial de petróleo, tras haber permitido discretamente que empresas privadas, incluidas grandes compañías estadounidenses, firmaran lucrativos acuerdos de explotación y reparto de beneficios. A finales de la década de 1990, Venezuela había superado a Arabia Saudita como principal proveedor de petróleo de Estados Unidos. Pero pocos en Washington siguieron de cerca el ascenso de un demagogo de izquierda llamado Hugo Chávez, quien ganó las elecciones presidenciales de Venezuela en diciembre de 1998. Chávez, un incendiario que emulaba a Castro, aprovechó la ira popular contra la corrupción y la pobreza rampantes, que persistían a pesar de los enormes recursos petrolíferos del país, y prometió importantes reformas constitucionales y económicas. Estados Unidos reaccionó con cautela al principio, y esperaba que Chávez se suavizara una vez en el poder. Incluso, Bill Clinton lo recibió en la Casa Blanca a principios de 1999, donde Chávez aseguró a los funcionarios “que quería mantener buenas relaciones y dio a entender que no tenía planes radicales” .... Todo era mentira. Pero un intento de derrocar al tirano en abril del 2002 lo cambió todo para siempre, ya que lo obligo a quitarse la careta y mostrarse como el monstruo que era. Mientras el déspota venezolano seguía adelante con su aberrante programa político de izquierda, una alianza de políticos, generales y empresarios lo detuvo en medio de protestas callejeras masivas contra su corrupto régimen. Recluido en un cuartel, se salvó de ser fusilado inmediatamente ante la negativa de los soldados que lo capturaron de ajusticiarlo. Entretanto, el golpe fracasó luego de que una multitud aún mayor se congregara para exigir el regreso de Chávez, y este fue restituido a los dos días. Volvió con saña y odio descontrolado, reprimiendo violentamente a sus rivales políticos y transformando su “democracia” en un Estado abiertamente autoritario. Además, Chávez dirigió su ira contra Estados Unidos, y acusó al gobierno de George W. Bush de intentar derrocarlo. Los funcionarios de la Casa Blanca negaron la acusación, pero los documentos desclasificados en el 2004 revelaron que los funcionarios estadounidenses estaban al tanto del complot con antelación. (Los documentos también mostraban que los estadounidenses advirtieron a los líderes de la oposición contra la destitución de Chávez por medios inconstitucionales). A partir de ese momento, Bush se convertiría en un rival muy útil para Chávez, sobre todo porque enfureció a gran parte del mundo con su invasión de Irak en el 2003 y su despiadada persecución de terroristas. Chávez atacó al presidente estadounidense con fruición, incluso durante su infame discurso del 2006 en la Asamblea General de las Naciones Unidas, pronunciado desde el mismo atril en el que Bush había hablado un día antes. “Ayer estuvo el diablo aquí. En este mismo lugar, huele a azufre todavía”, dijo Chávez a los delegados reunidos. Al año siguiente, el gobierno chavista reafirmó el control estatal sobre la industria petrolera de Venezuela al hacer retroceder los pasos previos del país hacia la privatización y obligar a las empresas extranjeras a aceptar participaciones minoritarias en nuevas empresas conjuntas dominadas por la petrolera estatal. Cuando los gigantes petroleros estadounidenses Exxon Mobil y ConocoPhillips se negaron, Chávez confiscó sus activos. Las medidas de Chávez fueron políticamente populares en su país y contribuyeron a afianzar su poder. Tras su muerte en marzo del 2013, su protegido, Maduro, continuó con sus políticas, preparando el terreno para años de creciente aislamiento y castigo por parte de Estados Unidos. En respuesta, Venezuela se ha vuelto cada vez más dependiente de algunos de los principales rivales de Estados Unidos, como Rusia y China, así como de Cuba. La tensión está llegando a un punto álgido bajo el mandato de Trump, quien afirma que el papel de Venezuela en la migración y el contrabando de drogas hacia Estados Unidos la ha convertido en una amenaza para la seguridad nacional que justifica el uso de la fuerza militar. Algunos de los principales asesores de Trump, incluido el secretario de Estado Marco Rubio, están presionando para que Maduro sea destituido como una forma de aumentar la presión sobre el régimen comunista de Cuba. Hace varios meses, Trump desplegó un portaaviones en aguas del Caribe cerca de Venezuela, posicionándolo para un posible ataque militar. El movimiento se produjo luego de unos 50 años de que el presidente Dwight Eisenhower hiciera lo mismo, para la potencial misión de rescate de Nixon, la cual resultó innecesaria. La gran pregunta ahora es si el resultado será tan tranquilo esta vez. Trump no se va a detener en sus planes de acabar con ese régimen asesino y de paso, hacerse con el control de sus vastos recursos petrolíferos, tal como hicieron en Irak ... Vamos, las cosas como son.
Lo que empezó como un ballet incomprendido en Rusia hoy es una de las tradiciones más queridas de la Navidad. En el Perú, “Cascanueces” late con la misma fuerza que en el resto del mundo. En efecto, hay sonidos que anuncian la llegada de diciembre incluso antes de mirar el calendario. Uno de ellos es la ‘suite’ de “Cascanueces”, esa melodía que parece hecha de cristal y nieve, capaz de transformar cualquier rincón de la ciudad en un escenario encantado. En Lima, desde las primeras semanas del mes, este clásico regresa a casa como refugio para la magia de la Navidad (al menos, por unas semanas). Remontándonos en el tiempo, la historia de “Cascanueces” dista mucho de ser tan luminosa como el telón que se abre cada fin de año en diversos teatros del mundo. La obra que hoy es un fenómeno global, un ritual familiar y un punto de encuentro intergeneracional, estuvo a punto de no existir. Ni siquiera contó, en su nacimiento, con el entusiasmo de su propio compositor. Lo que ahora se celebra con devoción en el Perú y en el mundo, nació de dudas, objeciones y un recibimiento frío incluso estando en el país más grande del mundo como es Rusia. Quizá ahí reside parte de su encanto: “Cascanueces” es un milagro artístico, una historia que, contra todo pronóstico, se convirtió en un símbolo universal que prevalece en el tiempo a punta de A finales del siglo XIX, el coreógrafo Marius Petipa decidió transformar el cuento “El cascanueces y el rey de los ratones” de E. T. A. Hoffmann en un ballet. La versión literaria era oscura y extraña. Para hacerla más amable, Petipa tomó como referencia una adaptación más ligera de Alexandre Dumas. Aun así, la idea no convenció del todo a Tchaikovsky. El compositor, aún marcado por la muerte de su hermana y abrumado por el reciente éxito de “La bella durmiente”, aceptó el encargo sin entusiasmo. Se dice que le parecía una historia frágil y demasiado infantil para convertirse en una obra monumental. Pero ese no fue el único obstáculo: Petipa enfermó y dejó el proyecto en manos de Lev Ivanov, su asistente, quien terminó de dar forma a la pieza que pasaría a la historia. Cuando “Cascanueces” se estrenó en San Petersburgo en 1892, la recepción fue tibia: las críticas consideraron que la trama era confusa. A los bailarines les resultó extraño que el protagonismo recayera más en los niños que en los solistas adultos, y se dice que incluso la prensa señaló que la partitura, hoy celebrada por su belleza, era excesiva para una historia tan simple. Nadie imaginó que ese mismo ballet terminaría dominando las temporadas navideñas del mundo. Fue recién en los años cincuenta del siglo pasado que llegaría la gloria. Las compañías estadounidenses la adaptaron y la llevaron de gira, de la mano del reconocido coreógrafo George Balanchine. El resto es historia: “Cascanueces” se convirtió en un ritual global que, cada diciembre, miles de familias incluyen en su calendario de fin de año. Como toda gran obra, “Cascanueces” está rodeada de pequeños secretos. Para la pieza “Danza del Hada de Azúcar”, por ejemplo, el compositor usó un instrumento poco conocido entonces, la celesta, cuyo sonido cristalino era perfecto para crear un ambiente sobrenatural. Tchaikovsky, temeroso de que otros compositores lo copiaran, lo mantuvo oculto hasta el estreno. Otro detalle importante es que la protagonista a veces no se llama Clara, sino Marie, dependiendo de la tradición nacional que se siga. Asimismo, el rol del Cascanueces (hoy uno de los más esperados) es originalmente más breve en la versión rusa, seguida por la versión estadounidense. En el Perú, “Cascanueces” llegó para quedarse hace más de tres décadas. Específicamente, con el Ballet Municipal de Lima ya son 38 años de puestas continuas: tiempo en el que la tradición se ha consolidado hasta volverse un ritual familiar. No es raro que padres que lo vieron de niños regresen ahora con sus propios hijos; o que abuelos acompañen a nietos que, quizá, viven su primera experiencia en el ballet. “En el Perú ya es una tradición navideña, así como en el resto del mundo”, recuerda Patricia Cano, fundadora del Ballet Municipal de Lima. “‘Cascanueces’ da la bienvenida a la Navidad. Hay familias que ya tienen como plan venir a verlo incluso el mismo día de la Navidad, en una pausa entre la prisa por los regalos, la cena y las preocupaciones de la vida misma”, añade la otrora primera bailarina. El vínculo del público peruano con este ballet tiene que ver con la nostalgia y con la fuerza del trabajo artístico local. Elencos como el Ballet Municipal, el Ballet Nacional del Perú y compañías independientes han logrado, año tras año, mantener viva la magia, incluso en escenarios cambiantes. Patricia Cano lo sabe mejor que nadie. Durante años interpretó a la Hada Confite —el rol más delicado y emblemático del ballet navideño— cada 25 de diciembre. “Siempre me tocaba interpretarla en la función de Navidad, lo que lo hacía aún más mágico. Ahora, como maestra, lo más lindo es poder volcar mi experiencia en las chicas de la compañía… Ponemos magia en cada interpretación, y eso es lo que nos hace conectar con más de una generación”, precisa. Para Viviana Gutiérrez Tagle, primera bailarina del Municipal e intérprete de la Hada Confite, esta Navidad es especial. Es su última temporada en “Cascanueces” después de años de dedicación. “Lo más lindo es ver el teatro lleno, que la gente se emocione tanto que reserve entradas desde que salen a la venta. Esa es nuestra vitamina”, confiesa. Desde noviembre, los ensayos son intensos y las funciones se extienden hasta fin de año. “Volver al escenario cada Navidad era mágico. Esta es mi última temporada, y la atesoraré en mi corazón por siempre”, reflexiona emocionada. En Surco, donde se presentó una de las versiones más esperadas (a fines de noviembre e inicios de diciembre), Rosie Schottland, directora del montaje, la describe como una experiencia que va más allá del espectáculo: “Más que una tradición, se ha convertido en un puente cultural que une generaciones y países. Conecta a niños, jóvenes y adultos en un universo imaginario lleno de esperanza”. Para ella, la clave está en la enseñanza. “Ese amor por lo que hago, unido a la paciencia y la dedicación, es lo que permite construir la armonía escénica. Solo así el espectador puede sentir que está presenciando un sueño hecho movimiento”, dice. Del lado del Ballet Nacional del Perú, los bailarines principales viven la temporada con la intensidad de una maratón artística. Ariam León, bailarín principal y Príncipe del Azúcar en la adaptación de Rosie Schottland, lo resume así: “‘Cascanueces’ es mucho más que un ballet; es un ritual cultural que une a generaciones enteras”. Para él, la obra representa ese instante del año en el que la fantasía se vuelve posible. “Es una obra muy exigente físicamente, pero también demanda frescura, magia y una interpretación honesta”, indica. En tanto, Luis García, intérprete del Cascanueces en la adaptación del Ballet Nacional del Perú, enfrento la temporada con un sentido profundo de responsabilidad. “La gente viene con recuerdos, expectativas y con la ilusión de vivir otra vez esa magia. Mi trabajo es lograr que en cada función se sienta viva, especial y auténtica”, preciso. Desde la dirección artística del Ballet Nacional, Grace Cobián observa no solo el impacto artístico, sino también el social de esta historia navideña. “Demuestra el crecimiento de la compañía y su conexión con el público”, afirma. “Miles de personas siguieron nuestras redes y agotaron las entradas. Eso confirma que el ballet no es elitista ni lejano: les pertenece a todos y crea memorias colectivas”, concluye. Al final, “Cascanueces” es un fenómeno difícil de explicar con lógica. Es disciplina, técnica y exigencia, sí; pero también emoción, memoria, símbolo. Es un ballet que nació frágil y se volvió gigante. Un ballet que no pretendía ser eterno y terminó abrazando al mundo. En el Perú, el sueño de Clara también se mantiene intacto con las melodías de Tchaikovsky, bailes inolvidables y la nieve que cae, aún en pleno verano.