Lo que empezó como un ballet incomprendido en Rusia hoy es una de las tradiciones más queridas de la Navidad. En el Perú, “Cascanueces” late con la misma fuerza que en el resto del mundo. En efecto, hay sonidos que anuncian la llegada de diciembre incluso antes de mirar el calendario. Uno de ellos es la ‘suite’ de “Cascanueces”, esa melodía que parece hecha de cristal y nieve, capaz de transformar cualquier rincón de la ciudad en un escenario encantado. En Lima, desde las primeras semanas del mes, este clásico regresa a casa como refugio para la magia de la Navidad (al menos, por unas semanas). Remontándonos en el tiempo, la historia de “Cascanueces” dista mucho de ser tan luminosa como el telón que se abre cada fin de año en diversos teatros del mundo. La obra que hoy es un fenómeno global, un ritual familiar y un punto de encuentro intergeneracional, estuvo a punto de no existir. Ni siquiera contó, en su nacimiento, con el entusiasmo de su propio compositor. Lo que ahora se celebra con devoción en el Perú y en el mundo, nació de dudas, objeciones y un recibimiento frío incluso estando en el país más grande del mundo como es Rusia. Quizá ahí reside parte de su encanto: “Cascanueces” es un milagro artístico, una historia que, contra todo pronóstico, se convirtió en un símbolo universal que prevalece en el tiempo a punta de A finales del siglo XIX, el coreógrafo Marius Petipa decidió transformar el cuento “El cascanueces y el rey de los ratones” de E. T. A. Hoffmann en un ballet. La versión literaria era oscura y extraña. Para hacerla más amable, Petipa tomó como referencia una adaptación más ligera de Alexandre Dumas. Aun así, la idea no convenció del todo a Tchaikovsky. El compositor, aún marcado por la muerte de su hermana y abrumado por el reciente éxito de “La bella durmiente”, aceptó el encargo sin entusiasmo. Se dice que le parecía una historia frágil y demasiado infantil para convertirse en una obra monumental. Pero ese no fue el único obstáculo: Petipa enfermó y dejó el proyecto en manos de Lev Ivanov, su asistente, quien terminó de dar forma a la pieza que pasaría a la historia. Cuando “Cascanueces” se estrenó en San Petersburgo en 1892, la recepción fue tibia: las críticas consideraron que la trama era confusa. A los bailarines les resultó extraño que el protagonismo recayera más en los niños que en los solistas adultos, y se dice que incluso la prensa señaló que la partitura, hoy celebrada por su belleza, era excesiva para una historia tan simple. Nadie imaginó que ese mismo ballet terminaría dominando las temporadas navideñas del mundo. Fue recién en los años cincuenta del siglo pasado que llegaría la gloria. Las compañías estadounidenses la adaptaron y la llevaron de gira, de la mano del reconocido coreógrafo George Balanchine. El resto es historia: “Cascanueces” se convirtió en un ritual global que, cada diciembre, miles de familias incluyen en su calendario de fin de año. Como toda gran obra, “Cascanueces” está rodeada de pequeños secretos. Para la pieza “Danza del Hada de Azúcar”, por ejemplo, el compositor usó un instrumento poco conocido entonces, la celesta, cuyo sonido cristalino era perfecto para crear un ambiente sobrenatural. Tchaikovsky, temeroso de que otros compositores lo copiaran, lo mantuvo oculto hasta el estreno. Otro detalle importante es que la protagonista a veces no se llama Clara, sino Marie, dependiendo de la tradición nacional que se siga. Asimismo, el rol del Cascanueces (hoy uno de los más esperados) es originalmente más breve en la versión rusa, seguida por la versión estadounidense. En el Perú, “Cascanueces” llegó para quedarse hace más de tres décadas. Específicamente, con el Ballet Municipal de Lima ya son 38 años de puestas continuas: tiempo en el que la tradición se ha consolidado hasta volverse un ritual familiar. No es raro que padres que lo vieron de niños regresen ahora con sus propios hijos; o que abuelos acompañen a nietos que, quizá, viven su primera experiencia en el ballet. “En el Perú ya es una tradición navideña, así como en el resto del mundo”, recuerda Patricia Cano, fundadora del Ballet Municipal de Lima. “‘Cascanueces’ da la bienvenida a la Navidad. Hay familias que ya tienen como plan venir a verlo incluso el mismo día de la Navidad, en una pausa entre la prisa por los regalos, la cena y las preocupaciones de la vida misma”, añade la otrora primera bailarina. El vínculo del público peruano con este ballet tiene que ver con la nostalgia y con la fuerza del trabajo artístico local. Elencos como el Ballet Municipal, el Ballet Nacional del Perú y compañías independientes han logrado, año tras año, mantener viva la magia, incluso en escenarios cambiantes. Patricia Cano lo sabe mejor que nadie. Durante años interpretó a la Hada Confite —el rol más delicado y emblemático del ballet navideño— cada 25 de diciembre. “Siempre me tocaba interpretarla en la función de Navidad, lo que lo hacía aún más mágico. Ahora, como maestra, lo más lindo es poder volcar mi experiencia en las chicas de la compañía… Ponemos magia en cada interpretación, y eso es lo que nos hace conectar con más de una generación”, precisa. Para Viviana Gutiérrez Tagle, primera bailarina del Municipal e intérprete de la Hada Confite, esta Navidad es especial. Es su última temporada en “Cascanueces” después de años de dedicación. “Lo más lindo es ver el teatro lleno, que la gente se emocione tanto que reserve entradas desde que salen a la venta. Esa es nuestra vitamina”, confiesa. Desde noviembre, los ensayos son intensos y las funciones se extienden hasta fin de año. “Volver al escenario cada Navidad era mágico. Esta es mi última temporada, y la atesoraré en mi corazón por siempre”, reflexiona emocionada. En Surco, donde se presentó una de las versiones más esperadas (a fines de noviembre e inicios de diciembre), Rosie Schottland, directora del montaje, la describe como una experiencia que va más allá del espectáculo: “Más que una tradición, se ha convertido en un puente cultural que une generaciones y países. Conecta a niños, jóvenes y adultos en un universo imaginario lleno de esperanza”. Para ella, la clave está en la enseñanza. “Ese amor por lo que hago, unido a la paciencia y la dedicación, es lo que permite construir la armonía escénica. Solo así el espectador puede sentir que está presenciando un sueño hecho movimiento”, dice. Del lado del Ballet Nacional del Perú, los bailarines principales viven la temporada con la intensidad de una maratón artística. Ariam León, bailarín principal y Príncipe del Azúcar en la adaptación de Rosie Schottland, lo resume así: “‘Cascanueces’ es mucho más que un ballet; es un ritual cultural que une a generaciones enteras”. Para él, la obra representa ese instante del año en el que la fantasía se vuelve posible. “Es una obra muy exigente físicamente, pero también demanda frescura, magia y una interpretación honesta”, indica. En tanto, Luis García, intérprete del Cascanueces en la adaptación del Ballet Nacional del Perú, enfrento la temporada con un sentido profundo de responsabilidad. “La gente viene con recuerdos, expectativas y con la ilusión de vivir otra vez esa magia. Mi trabajo es lograr que en cada función se sienta viva, especial y auténtica”, preciso. Desde la dirección artística del Ballet Nacional, Grace Cobián observa no solo el impacto artístico, sino también el social de esta historia navideña. “Demuestra el crecimiento de la compañía y su conexión con el público”, afirma. “Miles de personas siguieron nuestras redes y agotaron las entradas. Eso confirma que el ballet no es elitista ni lejano: les pertenece a todos y crea memorias colectivas”, concluye. Al final, “Cascanueces” es un fenómeno difícil de explicar con lógica. Es disciplina, técnica y exigencia, sí; pero también emoción, memoria, símbolo. Es un ballet que nació frágil y se volvió gigante. Un ballet que no pretendía ser eterno y terminó abrazando al mundo. En el Perú, el sueño de Clara también se mantiene intacto con las melodías de Tchaikovsky, bailes inolvidables y la nieve que cae, aún en pleno verano.