El triste epílogo a las guerras de emancipación contra el Imperio español del siglo XIX fue, como es habitual, un baño de sangre. El escenario fue el Callao, en el Virreynato del Perú, que a diferencia de Nueva Granada y de Río de la Plata, se mantuvo al principio inmune a la fiebre independentista que se extendió por la América española. La mayor presencia de peninsulares que en otros territorios, la escasa implantación del espíritu independentista y la capacidad de mando de los sucesivos virreyes convirtieron el lugar en una roca en el camino de los rebeldes. Para someter al Perú fue necesaria la acción conjunta de las fuerzas de Bolívar y de San Martín . Así, solo en julio de 1821 el virrey José de la Serna ordenó evacuar Lima, dando vía libre a que San Martín proclamara la independencia del Perú el 28 de ese mes. Y aún cambiaría de manos varias veces la capital hasta que, con las fuerzas españolas al límite, llegó la batalla de Ayacucho y con ella la derrota del contingente militar realista más importante que seguía en pie. En paralelo a los sucesos de Ayacucho, todavía hubo una última guarnición que acometió una resistencia heroica, casi suicida. En efecto, el brigadier José Ramón Rodil - cual un nuevo Leónidas - y los últimos españoles del Perú se atrincheraron en la Fortaleza del Real Felipe del Callao, construida inicialmente para defender el puerto contra los ataques de piratas y corsarios. Lima y la fortaleza en el Callao habían sido recuperadas por los españoles meses antes del desastre de Ayacucho, coincidiendo con uno de los pocos periodos de la guerra favorables a los intereses realistas. En efecto, el general Monet al frente de las fuerzas realistas había entrado de nuevo en la capital el 25 de febrero de 1824 y designó al brigadier José Ramón Rodil como jefe de la guarnición del Callao . Lo hizo, claro, sin sospechar que este oficial gallego iba a protagonizar una resistencia de tintes épicos. Lima fue abandonada tras la batalla de Junín. Se esperaba por ello que los españoles del Callao tomaran el mismo camino tras la capitulación de Ayacucho, pero Rodil y sus 2.800 soldados se negaron a rendirse ante la perspectiva de que aún podría recibir pronto refuerzos de España. Rodil incluso se negó a recibir a los enviados del virrey la Serna, derrotado en Ayacucho, porque los consideraba poco menos que desertores. Tampoco quiso escuchar el 26 de diciembre a los representante de Simón Bolívar , quienes daban por hecho que el español iba a rendir la fortaleza en cuanto se enterara de los generosos términos de la capitulación. Sin embargo, ello no ocurrió. El gallego creía que el suyo era un viaje sin vuelta atrás. La entrada de Bolívar en Lima provocó la huida masiva de la población de españoles peninsulares y de los leales a la Corona hacia el Callao. De esta manera, 8.000 refugiados convirtieron el Callao en el último bastión español en Sudamérica y en la última esperanza de recuperar estos territorios. El asedio de las tropas libertadoras, unos 4.700 soldados, dirigidas por el venezolano Bartolomé Salom , se inició en forma de bombardeo con artillería pesada al puerto del recinto amurallado. Se calcula que en los dos años que duró el sitio se dispararon 20.327 balas de cañón, 317 bombas e incontables balas. Al ataque aéreo y terrestre, se sumó también el bloqueo naval de las flotas combinadas de la Gran Colombia, Perú y Chile. Pero a pesar de contar con menos hombres armados y pocos recursos, los españoles tenían varias cosas a su favor. José Ramón Rodil contaba entre sus filas con los regimientos veteranos Real de Lima y Arequipa, así como una de las fortalezas más grandes de todo el continente. Las murallas y las minas enclavadas a sus alrededores hacían imposible un asalto por tierra, mientras que el bastión artillado mantenía la flota combinada a distancia. Asimismo, la veteranía de su comandante jugaba a favor de las fuerzas realistas. Nacido en Lugo el 5 de febrero de 1779, Rodil había combatido contra Napoleón y luego había saltado a Sudamérica, donde prestó importantes servicios en Talca, Cancharrayada y Maipo. Por ello, el gallego coleccionaba múltiples condecoraciones por el valor desplegado en los combates. Sin posibilidad de hincarle el diente a la fortaleza, los ejércitos libertadores mantuvieron el bombardeo día y noche en un intento por dejar que la fruta cayera por su propio peso. Desde el principio se hizo latente la dificultad de alimentar a una población civil de miles de refugiados, así como el mantener un régimen casi carcelario para evitar las deserciones entre las filas españolas. En un solo día Rodil fusiló a 36 conspiradores, entre ellos a un muchacho andaluz muy popular por sus chanzas. En un informe fechado el 26 de septiembre de 1825, Hipólito Unanue escribió a Simón Bolívar el estado del sitio, convertido en una prisión tanto dentro como fuera de la fortaleza: “Rodil sigue defendiéndose obstinadamente y no pasa día sin que se haga fuego fuerte contra él. Por su parte tiene una vigilancia enorme y apenas ve que se pasa alguno del pueblo o que se trabajó en la línea, cuando cubre de balazos el sitio, así es que no se pasan de miedo muchos que desean hacerlo”. Debido al sitio, la hambruna, las malas condiciones sanitarias y las epidemias crecieron al mismo ritmo que la carne de rata disparaba su precio en el mercado negro. Es por ello que Rodil envió hacia el frente enemigo a aquellos civiles cuya presencia no era importante en el campo militar . Ante esta estrategia los libertadores empezaron a rechazar las oleadas de civiles con plomo y pólvora, sabiendo que el hambre era la mejor arma para sacar a los españoles de su castillo. Muchos refugiados se vieron atrapados entre ambos fuegos. Debido a las pésimas condiciones de salubridad, solo cerca del 25% de los civiles lograron sobrevivir al asedio de dos años. El escorbuto, la disentería y la desnutrición fueron rebajando el número de defensores cada día de resistencia. No así la determinación de Rodil , que únicamente aceptó rendirse cuando la situación adquirió una atmósfera extrema. A principios de enero de 1826, el coronel realista Ponce de León desertó y, al poco tiempo le siguió el comandante Riera, gobernador de una de las secciones fortificadas, el Castillo de San Rafael. Ambos conocían al detalle el entramado defensivo establecido por Rodil y así se lo desvelaron a los sitiadores. Ponce de León, además, era amigo próximo de Rodil, lo que supuso una doble traición para el gallego. Sin comida, con la munición cercana a terminarse, y sin noticias de que fueran a llegar refuerzos desde España como se esperaba, Rodil accedió a negociar con Bolívar luego de las ilustres deserciones. De esta forma, el 23 de ese mes, tras dos años de resistencia, los españoles entregaron la fortaleza en condiciones que permitieron conservar la honra y la vida a los defensores. O al menos a los supervivientes. Solo unos 376 soldados lograron salir con vida de aquellos dos años extremos, salvando las banderas de los regimientos Real Infante y del Regimiento de Arequipa. La vida de Rodil también fue respetada, entre otras cosas porque el propio Bolívar salió en defensa del español: “El heroísmo no es digno de castigo”. Es indudable que envuelto en sus propios problemas, España se había olvidado de los últimos defensores de Sudamérica cuando éstos combatían, pero al regreso a la península, algunos de ellos fueron recompensados por su gesta. José Ramón Rodil por ejemplo, fue nombrado Mariscal de Campo y se le otorgó en 1831 el título nobiliario de Marqués de Rodil por su heroica actuación en el Perú. No obstante, su consideración de estratega quedó en entredicho con varias derrotas en la Primera Guerra Carlista. Su carrera política finalizó a consecuencia de su antagonismo personal con Baldomero Espartero, quien posteriormente auspició que Rodil fuera juzgado por un consejo de guerra y se le retiraran sus honores, títulos y condecoraciones. Sin embargo, con el paso del tiempo, sería reivindicado por su valor y heroísmo mostrado en esas horas tan críticas para la causa española ¿Pero qué motivó su obcecada resistencia en el Callao?, siguen preguntándose hoy los historiadores. Sucede que en su obstinación realmente confiaba, hasta el verano de 1825, en que desde la Península se enviaría una fuerza de reconquista. Controlar aquella posición estratégica era clave para tener un punto de desembarco en América. Cuando se dio cuenta de que la ayuda nunca llegaría dejó de dormir y apenas comía ante el temor, tal vez, de que todo su esfuerzo al final iba a ser en vano. "Como buen militar que era, fue plenamente consciente de que no tenía sentido una resistencia numantina. No, no pensaba en un suicidio, por muy heroico que fuera. Estaba plenamente convencido de que su resistencia daría tiempo a organizar una verdadera 'reconquista' del Perú. Pero no acertó en sus cálculos", explica María Saavedra Inaraja, directora de la Cátedra Internacional CEU Elcano de Historia y Cultura Naval, en su artículo La resistencia sin esperanza. “Desde Madrid, el rey celebró su resistencia en sus Consejos de Estado, pero no movió un dedo por ellos. En Perú siguieron encajando cañonazos y repeliendo asaltos. Los últimos días del asedio de aquel castillo del siglo XVII fueron un infierno. Rodil seguía confiando en que los refuerzos del rey estaban de camino, en algún punto del océano. Mientras, su plaza era bombardeada día y noche. El 19 de enero de 1826 Chiloé cayó en manos chilenas y el hechizo del brigadier se rompió. Comprendió que no había ninguna flota en camino”. El 23 de enero, capituló de forma honrosa ante Bartolomé Salom, general venezolano responsable del asedio, y regreso a España, junto con los pocos el resto de supervivientes del ejército realista de Perú. Habían resistido uno de los asedios más horribles de todas las guerras de emancipación de la América hispana.