Con el inicio de la Operación Southern Spear (Lanza del Sur) por parte de los EE.UU. - que incluye el despliegue de una colosal fuerza militar liderada por el portaaviones USS Gerald R. Ford frente a las costas venezolanas - todo parece indicar que comienza la estocada final al régimen narcochavista que desde 1999 y mediante el fraude más descarado, así como de una brutal y despiadada represión, pretende eternizarse en el poder a toda costa ¿Lo lograra esta vez? Durante años, los analistas han pronosticado la caída de Nicolás Maduro, quien se hizo con el poder a la muerte de Hugo Chávez. Pero desde entonces, el dictador venezolano se ha aferrado al poder, pese a haber gobernado durante una de las peores contracciones económicas de la historia moderna, con índices de aprobación en caída libre, derrotas electorales aplastantes y sanciones financieras internacionales severas. La sobrevivencia de Maduro ofrece una clave esencial para entender por qué es tan difícil derribar a las autocracias. La resiliencia autocrática no es accidental. Es el resultado de una represión constante junto con la cooptación de instituciones políticas y económicas. Durante sus 12 años de dictadura, Maduro ha construido esencialmente un sistema de dos niveles: uno que ejerce un control casi totalitario sobre la inmensa mayoría de la sociedad venezolana y otro que funciona como una red de influencia lucrativa y descentralizada, integrada por aliados leales recompensados con poder discrecional y libertades económicas, profundamente interesados en garantizar la subsistencia del régimen. Aunque nunca gozó de una base popular sólida, Maduro no comenzó siendo un dictador despiadado. Cuando fue “elegido” a dedo como presidente de Venezuela en el 2013, tras la muerte de Hugo Chávez, heredó un movimiento que en gran medida lo respaldaba como el sucesor designado por Chávez. Pero a medida que los precios del petróleo se desplomaron y la economía entró en crisis, el escaso apoyo popular que tenía se desvaneció con rapidez, lo que lo llevó a abandonar cualquier pretensión de “democracia”. Al comienzo de su mandato, frente a una inflación desbocada, Maduro amplió el uso de las llamadas leyes habilitantes que le permitían gobernar por decreto. Persiguió a las empresas que no cumplían los controles de precios y reprimió una importante protesta estudiantil contra el régimen. Con el paso del tiempo, Maduro comenzó a consolidar el primer nivel de su dictadura, valiéndose del repertorio clásico del autoritarismo. Persiguió a figuras políticas clave, encarceló a los líderes opositores Leopoldo López y Antonio Ledezma, y suspendió por un año del ejercicio público a la controvertida María Corina Machado, entonces diputada y, hoy, la más reciente ganadora del Premio Nobel de la Paz. Empezó a manipular los procesos electorales con mayor descaro: modificó los calendarios de votación a su conveniencia, bloqueó un referendo que podía haberlo destituido, creó grupos opositores falsos, usó programas sociales para influir en el voto y llegó a prohibir abiertamente la participación de partidos y candidatos de la oposición. Pasó además la década siguiente llenando los tribunales de jueces complacientes, usando la ley como arma para silenciar a sus críticos, espiando a las fuerzas armadas y desatando una represión brutal contra los ciudadanos que protestaban contra su gobierno. Estas tácticas alcanzaron su punto máximo en el 2024, cuando Maduro, tras haber perdido las elecciones presidenciales frente a una coalición opositora organizada por Machado, recurrió a una combinación de manipulación electoral, un poder judicial leal y represión armada para declararse vencedor. El segundo nivel de la dictadura de Maduro, y quizá el elemento más importante y distintivo de su estrategia de supervivencia, es lo que yo denomino “fusión funcional”: conceder a instituciones o grupos existentes la autoridad para desempeñar funciones económicas que tradicionalmente correspondían a otros sectores. Esta maniobra le ha permitido al régimen de Maduro cooptar a una masa crítica de instituciones y actores, convirtiéndolos en fervientes partidarios del status quo. Maduro ha permitido que altos mandos de las fuerzas armadas y del poder judicial participen en una amplia gama de negocios, legales e ilegales. Oficiales dirigen empresas estatales, crean empresas privadas que se benefician de contratos públicos y participan en redes de contrabando de gasolina, minerales y drogas. Estos militares-empresarios amasan fortunas mientras el resto de la sociedad hace fila para comer. Saben que su prosperidad económica depende del favor del dictador. Maduro también ha cooptado a los colectivos, redes civiles organizadas que Chávez había creado para fortalecer la organización barrial. Bajo el mando de Maduro, muchos de estos colectivos se han convertido en fuerzas de choque paramilitares. A cambio de reprimir la disidencia, se les concede una licencia informal para saquear. Esto evita en gran medida que las fuerzas armadas oficiales tengan que realizar la tarea más sucia - reprimir a los civiles - y al mismo tiempo le ofrece al régimen una negación plausible de responsabilidad. Asimismo. El régimen narcochavista ha creado acuerdos de reparto de poder con grupos armados extranjeros, entregando de facto el control de partes del territorio venezolano a facciones disidentes de las guerrillas colombianas de las FARC y el ELN. Estas organizaciones terroristas han utilizado cada vez más a Venezuela como refugio y base de operaciones para actividades ilícitas, como la minería ilegal y el narcotráfico. A cambio, según coinciden varios analistas, le quitan la presión al gobierno de prestar funciones estatales básicas en zonas remotas, y ayudan al Estado a eludir las sanciones internacionales mediante el contrabando y el tráfico de drogas. Este sistema alimenta y se nutre del colapso económico de Venezuela. Como solo quienes pertenecen al círculo más cercano de Maduro están a salvo de la arbitrariedad del Estado, el sector privado se ha marchitado, y el país ya no produce suficientes bienes y servicios para satisfacer la demanda. La asfixia económica vuelve aún más atractiva formar parte de esa confederación interna de poder. La gran mayoría de quienes quedan fuera están condenados a una vida de pobreza, represión y desesperanza. No debería sorprender, por lo tanto, que millones de venezolanos sin tener que comer, hayan optado por la forma definitiva de escape: la migración, convirtiéndose en un gran problema para otros países, porque su llegada ha originado el aumento de la delincuencia a niveles nunca antes vistos. En tanto, la apuesta de Maduro es arriesgada. Su sistema ha cultivado una élite interna de un putrefacto régimen que concentra más poder que en otras autocracias; si lo desearan, podrían incluso apartarlo del poder. Es posible que el gobierno de Trump espere que el despliegue de fuerza militar de Estados Unidos en el Caribe - y el inicio de la Operación Southern Spear - provoquen este tipo de motín. Pero incluso si estos grupos se rebelaran y lograran presionar con éxito a Maduro para que dejara el poder, es difícil decir qué ocurriría a continuación. Es casi seguro que muchos no actuarían con la intención de fomentar un cambio total de régimen, sino de cambiar a Maduro por otra figura que preserve las redes exclusivas de clientelismo que los mantienen. He aquí el principal desafío para cualquier intento futuro de desmantelar la dictadura en Venezuela. La sociedad civil difícilmente podrá reunir los recursos necesarios para desarticular la estructura política que Maduro ha construido. Cualquiera que aspire a establecer un nuevo orden político extirpando al cáncer chavista probablemente necesitaría la cooperación de la confederación interna del régimen. Pero los miembros de esta clase privilegiada no estarían dispuestos a colaborar con esfuerzos que impliquen destruir el sistema del cual depende su poder y solo les interesara escapar tras el colapso del régimen si quieren conservar la vida, porque el ajuste de cuentas será terrible, ya que no va a haber piedad con ellos. E incluso si un miembro de la oposición llegara a reemplazar a Maduro, eso no garantizaría necesariamente el regreso de la democracia en Venezuela. Sería necesario construir prácticamente desde cero un nuevo aparato estatal, con contrapesos institucionales efectivos, barriendo con todo el nefasto aparato chavista, juzgando y castigando a los responsables del colapso venezolano - que de ser décadas atrás el más rico y envidiado, hoy es el más pobre y miserable del continente - o de lo contrario, los nuevos ganadores políticos podrían reproducir el mismo sistema profundamente corrupto, coercitivo y desigual que ha mantenido tan firmemente el poder del sátrapa. Para ello necesitarían todo el apoyo de los EE.UU. que de invadir el país y derrocar a Maduro, tendrían la misión de sostener a quienes lo sucedan, convirtiendo de hecho a Venezuela en “un protectorado estadounidense” ... vaya uno a saber por cuanto tiempo. Precisamente, Donald Trump aseguró a los periodistas a bordo del Air Force One que ya ha tomado una decisión sobre cómo EE.UU. podría actuar con respecto a Venezuela: "Más o menos me decidí. No puedo decirle cuál sea [esa decisión]", manifestó el presidente estadounidense. "Trump va en serio, y el mundo lo sabe", escribió el secretario de Guerra de EE.UU., Pete Hegseth, quien añadió que mediante la Operación Lanza del Sur “se conseguirá la paz a través de la fuerza, eliminando a los narcoterroristas de nuestro hemisferio y protegiendo nuestra patria de las drogas que están matando a nuestra gente" apunto. Es indudable que la suerte del régimen narcochavista está echada. Lo que venga luego de ello, es una incógnita.