Febrero es sinónimo de carnavales en el Perú, pero la forma en que se celebran ha ido cambiando con el paso de los años. Sin embargo, en el siglo pasado esta era una de las principales formas que tenían los limeños para disfrutar la fiesta. En ellas también se destacaba otra actividad que en Lima ha sido desplazada con el paso del tiempo: los desfiles de disfraces. En efecto, hombres, mujeres y niños, con divertidos trajes, participaban en los corsos caracterizados por el paseo de carros alegóricos en el Centro de Lima. Cabe destacar ante todo que la conocida costumbre de echar agua a la gente que pasaba por las calles durante ese mes viene desde comienzos de la República, cuando se utilizaba para la diversión el agua de las acequias que cruzaban la ciudad. Mientras la gente común concurría a la Plaza Mayor y los jirones persiguiendo a hombres, mujeres y niños que circulaban por allí y que terminaban completamente empapados por obra de aquellos inadaptados, en las casas de las familias adineradas se reunían lo más selecto de la sociedad del siglo XIX. Entonces se contrataba, con anticipación, un buen número de barriles con agua y así empezaba el juego. Luego, los participantes eran agasajados con las comidas, frutas y refrescos, y posteriormente, un baile general derrochaba algarabía. Tanto eran los desmanes que se cometían por esas fechas que el 16 de febrero de 1822, cuando el Marqués de Torre Tagle ejercía el mando del país, se expidió en
La Gaceta un decreto para cortar con el juego acuático. “Queda prohibida como contrario a la dignidad y decoro del pueblo ilustrado de Lima, la bárbara costumbre de arrojar agua en los días de carnaval, junto con los demás juegos impropios que se usaban en ellos”. Pero como podéis imaginar, en Lima la respuesta de la gente fue jugar con más entusiasmo, al punto que hubo más incidentes de lo común. Durante los tres días de festejos se jugaba desenfrenadamente en todas partes con agua y harina. Así, los coches de plaza y las carrozas eran asaltados y baldeados por esa turba que arrojaban a quienes iban en su interior globos de olor, serpentinas, papel picado y polvos de oro, llegando a espantar a los caballos que los conducían y volcando los coches en su huida. Por ello, hubo muchas personas e instituciones que apoyaban la prohibición del gobierno, pero al final todo quedo en nada. Los años transcurrían y fue en 1859, cuando por primera vez se jugó con verdadero furor los carnavales en la capital limeña. Según cuentan añejas crónicas, los tres días de celebración reunieron a todas las clases sociales, sin distinción. Bandas de músicos improvisados con curiosos disfraces recorrieron la ciudad de un lado a otro, tocando y bailando en las calles; mientras que en las residencias de lujo, abundaron los bailes en donde las mujeres utilizaron la famosa crinolina, un vestido característico de entonces. Con en paso de los años ganó terreno la idea de aumentar las comparsas. En 1887, Lima fue testigo de un desfile ininterrumpido de enmascarados con disfraces como los de Pierrot y Colombina. Solo se jugó con globos de agua hasta cierta hora de la tarde, ya que la música y las comparsas eran el atractivo principal de las celebraciones. Más adelante, en 1892 y 1893, Juan de Arona abrió una campaña para desterrar del todo el carnaval o, al menos, reducirlo a un día. Sin embargo, nada cambió y siguieron los tres días de celebraciones, cada vez más grotescas. Ya en 1910, las celebraciones carnavalescas perdieron toda su gracia. Solo se jugaba con agua en uno que otro barrio. Así lo describió
El Comercio en su portada del 6 de febrero de ese año. “¿Dónde está el Carnaval?”, haciendo alusión a la locura que se vivía años atrás y que eran solo un recuerdo. Las fiestas nocturnas desaparecieron y las alegres comparsas pasaron a mejor vida. Fue el dictador Augusto B. Leguia quien las revivió por razones políticas, para distraer a la población de las arbitrariedades de su régimen autoritario instaurado con violencia en 1919. El bárbaro juego se transformo entonces en grandes corsos con la elección de Reinas de Belleza y concursos de disfraces, que atraían a la multitud a las calles y plazas para contemplar el desfile, así como los bailes de diversos grupos representando cada barrio de la ciudad. Uno de los personajes más emblemáticos era Ño Carnavalón, un demonio que era el alma de la fiesta. El propio Leguía salía de manera forma descubierta en la Calesa de Palacio e iniciaba el juego recorriendo el Jirón de la Unión, precedido y seguido por el Escuadrón Escolta, saludando y tirando serpentinas a diestra y siniestra. Así, con su cortejo, llegaba al Paseo Colón, daba la vuelta por la Plaza Bolognesi y tomando la otra pista del Paseo, llegaba y bajaba a la Tribuna Oficial instalada delante del hoy Museo de Arte, en donde en compañía del alcalde de Lima, sus ministros, de las esposas de estos, Cuerpo Diplomático y amigos personales, esperaba la llegada del corso para dar la bienvenida a la Reina e iniciar con ella el juego que luego se generalizaba y adquiría proporciones apoteósicas. Pero todo ello no fue eterno y cuando cayó Leguía en 1930, muriendo en la cárcel por sus delitos cometidos durante su oprobioso régimen, se extinguió también el Carnaval. Los corsos dejaron de ser lo que fue alguna vez, volvió la violencia de antes y por ultimo desaparecieron del todo. Los excesos llegaron a tal punto que en 1958, se eliminaron los carnavales en todo el país. “Suprimese el juego del Carnaval en todo el territorio de la República a partir del año 1959”, decía el decreto firmado por Manuel Prado Ugarteche y publicado en
El Peruano. La norma volvió los lunes y martes de festejos en días laborables en los sectores públicos y privados. A mediados de los años 60, los festejos por los carnavales se realizaron todos los domingos de febrero, pero el juego con agua era lo único que la caracterizaba y no tenía nada que ver con las celebraciones de antes. En los sectores más populosos de Lima, los transeúntes y vehículos fueron los blancos más comunes de los inescrupulosos ‘jugadores’ quienes aprovechaban para robar y hasta violar a sus victimas, por lo que creció el número de lesionados y detenidos por los ‘juegos’. La policía tuvo que redoblar sus esfuerzos para hacer frente a esos delincuentes y hasta se llegó a cortar el agua en algunos distritos de Lima todos los domingos del mes. Ello no impidió que continuasen los ataques a los transeúntes con agua, talco y betún en distintos lugares de La Victoria, Barrios Altos, Surquillo, San Martín de Porres y Lince. Sin embargo, en febrero de 1972, la Prefectura de Lima emitió un comunicado recordando la prohibición del juego. En los años siguientes, los festejos casi desaparecieron y apenas uno que otro incidente ocurría en los barrios populosos que persistían en hacerlo, pero la cada vez mayor escasez del agua acabó con todo ello. Es por ese motivo incomprensible que en el 2020 la Municipalidad de Lima trato de revivir a un muerto organizando el Carnaval, pero lejos de parecerse siquiera a los anteriores, se limito a ser un desfile folklórico que nada tenia que ver con la celebración original, por lo que resulto un completo fracaso. Para empeorar mas las cosas, la pandemia del Coronavirus - que ‘gracias’ a la incapacidad del vizcarrismo y sus cómplices morados que son su continuación - se ha llevado a mas de 100,000 peruanos, por lo que ahora el que menos piensa es volver en realizar este año semejante mamotreto. El Carnaval de Lima ha muerto hace mucho y nada ni nadie lo volverá a la vida :)